El cemento invisible de la colusión: cuando el silencio se vuelve estrategia

Hay industrias donde la competencia no se mide por cuántas empresas participan, sino por cuánto saben de sus rivales. La cementera es una de ellas. En los mercados más concentrados del mundo, el silencio entre competidores puede ser más elocuente que cualquier cartel formal. En Centroamérica, durante años, tres gigantes globales del cemento demostraron que no se necesita un acuerdo explícito para mantener precios altos: basta con entender el juego infinito que se repite entre ellos, una y otra vez.

Lo aprendí cuando, recién graduado de mi MBA con enfoque en economía, tuve el privilegio de trabajar con mi mentor en un estudio que terminó marcando mi manera de pensar la organización industrial. El caso se titulaba Cement in Central America: Global Players in a Local Industry, y con él demostramos que la colusión tácita no solo existe, sino que puede ser la estrategia más racional en mercados pequeños.

Una industria global con reglas locales

A finales de los años noventa, Centroamérica era el laboratorio perfecto para estudiar este fenómeno. Tres multinacionales —Holcim, Cemex y Lafarge— se habían repartido las plantas cementeras de la región. Holcim operaba en El Salvador, Honduras y Panamá; Cemex controlaba las plantas de Costa Rica, Nicaragua y parte de Panamá; Lafarge completaba el cuadro en Honduras. La integración parecía positiva: nuevas inversiones, tecnologías modernas, más eficiencia. Pero la evidencia empírica decía otra cosa. 

Entre 1999 y 2006, la capacidad de molienda aumentó un 36,7%, mientras que la capacidad de hornos —la que realmente define la producción efectiva— apenas creció un 16,6%. Esa diferencia no era casual: al limitar su capacidad productiva, las empresas reducían el riesgo de competencia agresiva. Y lo más sorprendente: mientras la región crecía y la oferta se modernizaba, los precios del cemento subieron. En algunos países, los precios locales superaban los precios promedio globales de las mismas empresas. Era un resultado contraintuitivo.

La teoría que explica el silencio

Ahí fue cuando recurrimos a la teoría de los juegos repetidos, un campo que revolucionó la microeconomía gracias a Robert Aumann. Su idea era simple y poderosa: cuando las empresas se enfrentan una sola vez, como en el clásico modelo de competencia de precios, todas tienden a reducir los precios hasta el costo marginal. Pero si ese juego se repite —una y otra vez, a lo largo del tiempo—, la lógica cambia.

Cada empresa aprende que, si hoy baja los precios para ganar mercado, mañana su rival hará lo mismo. En ese contexto, mantener los precios estables es una forma de autocontrol racional. No se necesita hablar ni acordar nada. Basta con tener memoria. Así, la colusión tácita —ese equilibrio donde todos cooperan sin comunicarse— se vuelve el resultado natural de la repetición y del miedo al castigo.

En el estudio que hicimos, identificamos algo aún más fascinante: el grado de estabilidad de ese equilibrio dependía de las asimetrías de costos y capacidades entre las plantas.
En países como Guatemala y Nicaragua, donde una de las empresas tenía costos significativamente más bajos que la otra, el incentivo a iniciar una guerra de precios era mínimo. En Costa Rica y Honduras, donde los costos eran similares, el equilibrio era más inestable. Y en Panamá, donde el operador más pequeño tenía ventaja, el juego se equilibraba por simple prudencia: nadie quería ser el primero en romper la calma.

El poder de competir en varios tableros

El segundo descubrimiento cambió nuestra manera de entender los oligopolios regionales: el multimarket contact. Las mismas empresas competían entre sí en varios países. Eso significa que si Cemex bajaba precios en Costa Rica, Holcim podía castigarla subiendo la competencia en Nicaragua o Panamá. De pronto, la competencia se transformó en una red de vigilancia recíproca.

Esa interdependencia, que bautizamos como “el sombreado del futuro”, actuaba como un pegamento invisible. La amenaza de castigo no tenía que ser explícita: estaba implícita en el número de mercados donde se cruzaban los mismos jugadores. El resultado fue una paz de precios que beneficiaba a todos… menos al consumidor final.

El equilibrio de los desiguales

Una de las lecciones más poderosas del caso es que la estabilidad de precios no depende de la fuerza del más grande, sino del miedo del más débil. Cuando un competidor tiene costos más altos o menor capacidad productiva, sabe que no puede sobrevivir a una guerra de precios.
Entonces prefiere sostener el equilibrio. Y si su rival lo sabe —como ocurría con Holcim y Cemex—, el juego se convierte en una danza predecible: todos saben qué hacer para no perder.

Por eso, en los mercados pequeños, la colusión tácita no solo es probable: es casi inevitable. El tamaño del mercado, las barreras de entrada y las asimetrías de costos hacen que los incentivos a cooperar superen los incentivos a competir.

La ilusión de la competencia abierta

En la región, las autoridades de competencia suelen asumir que la apertura comercial y la entrada de multinacionales son suficientes para asegurar precios bajos. Pero este caso demostró que la apertura puede incluso reforzar la estabilidad colusiva, porque los jugadores globales traen consigo la experiencia y la racionalidad estratégica de quienes han aprendido a convivir sin pelear.

Cuando tres empresas controlan todos los países de una región, el mercado se convierte en una serie de tableros interconectados. Las decisiones en uno afectan a los demás. La competencia se convierte en diplomacia. Y el consumidor, sin saberlo, paga el precio de esa armonía.

De los hornos de cemento a los algoritmos

Hoy, casi veinte años después, el fenómeno que analizamos se ha vuelto aún más relevante. Los mercados digitales, gestionados por algoritmos de precios automatizados, están reproduciendo los mismos comportamientos. Los sistemas de inteligencia artificial aprenden rápidamente que mantener precios estables maximiza las ganancias colectivas. No necesitan comunicarse ni acordar. Simplemente repiten el juego y recuerdan los resultados anteriores.

El cemento fue un ensayo analógico de lo que hoy ocurre en los mercados digitales. Colusión sin contacto, cooperación sin contrato, estabilidad sin transparencia. La única diferencia es que ahora los jugadores no son humanos: son algoritmos.

Esto plantea un desafío monumental para las autoridades de competencia. ¿Cómo detectar la colusión cuando no hay acuerdos ni conversaciones, solo aprendizaje automático? ¿Cómo regular la cooperación que surge de la eficiencia misma de los sistemas inteligentes?

El legado intelectual

Aquel estudio sobre cemento me enseñó algo que ha guiado toda mi carrera: los mercados tienen memoria y los incentivos tienen ética. Los agentes económicos actúan racionalmente, pero esa racionalidad puede ser socialmente costosa. El reto del economista no es celebrar la eficiencia técnica, sino entender cuándo esa eficiencia se vuelve moralmente neutra o dañina.

Por eso, más allá de la industria cementera, el caso fue una escuela de pensamiento. Aprendí a mirar más allá de los precios y los balances. Aprendí que los modelos pueden explicar comportamientos que la regulación no ve. Y que la verdadera disrupción no consiste en gritar más fuerte, sino en demostrar con evidencia lo que nadie se atreve a mirar.

El cemento y la ética del equilibrio

Hoy, al volver a leer aquel estudio, veo que sigue siendo vigente. Las estructuras oligopólicas siguen dominando muchas economías pequeñas y abiertas. La diferencia es que ahora la colusión no es un delito, sino un subproducto de la sofisticación del mercado.

Por eso, este no es un artículo sobre cemento, sino sobre lucidez económica. Es un recordatorio de que la competencia perfecta no existe; lo que existen son equilibrios imperfectos sostenidos por incentivos muy humanos. Y que si no comprendemos esa naturaleza repetitiva del juego, seguiremos creyendo que más jugadores bastan para garantizar precios justos.

El cemento invisible de la colusión no se ve, pero se siente en cada saco que se vende a un precio demasiado estable para ser casualidad. Y mientras no entendamos esa estabilidad como una forma de cooperación racional, seguiremos confundiendo el silencio con competencia.

Sandro Zolezzi

Chileno-Costarricense. Ingeniero Civil-Industrial con énfasis en optimización de recursos de la Universidad de Chile, con una Maestría en Administración de Negocios con énfasis en economía y finanzas del INCAE Business School de Costa Rica.

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