¿Burbuja de la IA o rendimientos crecientes mal medidos?

En los últimos meses ha ganado tracción una narrativa cada vez más recurrente: la inteligencia artificial podría estar viviendo una burbuja. Desde esta perspectiva —recientemente discutida en un análisis de Wharton—, muchas empresas estarían invirtiendo masivamente en IA sin que ello se traduzca todavía en mejoras claras y sostenidas en su beneficio o pérdida neta (P&L). Los costos de infraestructura, licencias, talento especializado y reorganización interna serían visibles y cuantificables; los beneficios, en cambio, difusos, heterogéneos o directamente decepcionantes. La pregunta implícita es inquietante: ¿y si la IA termina pareciéndose más a los tulipanes (tulipomanía) que a una verdadera revolución productiva?

La preocupación es legítima, pero incompleta. El error no está en advertir riesgos, sino en evaluar la creación de valor de la IA con una lógica contable estática, cuando se trata de una tecnología que genera rendimientos crecientes dinámicos. En nuestro artículo sobre efectos de red indirectos en plataformas de IA generativa, mostramos que el impacto económico de la IA no puede entenderse únicamente como una inversión puntual en software o hardware, sino como la entrada a un sistema donde el valor emerge progresivamente a través del uso, el aprendizaje colectivo y la reducción endógena de costos.

La clave está aquí: la IA no crea valor de forma lineal ni inmediata, y menos aun cuando se mide solo desde el P&L del primer año. A diferencia de una máquina o un ERP tradicional, la IA moderna —especialmente la generativa— mejora con el uso. Cada interacción, cada prompt, cada corrección implícita alimenta procesos de learning by using que reducen errores, afinan resultados por dominio y disminuyen el costo marginal de adaptación sectorial. Esto genera un efecto de red indirecto: a mayor adopción, mayor valor del sistema para todos los usuarios, incluidos los que llegaron antes.

Desde esta óptica, muchas de las “malas noticias” sobre el bajo retorno inicial de la IA no son evidencia de burbuja, sino de desfase temporal entre costos visibles y beneficios acumulativos. Las inversiones en infraestructura, reorganización de procesos y capacitación aparecen inmediatamente en los estados financieros. Los beneficios, en cambio, se materializan gradualmente: primero como reducción de fricciones, luego como mejoras de productividad, y finalmente como nuevas capacidades que antes no existían. Pretender que la IA muestre retornos instantáneos es equivalente a evaluar internet en 1996 por su impacto inmediato en los balances empresariales.

Nuestro análisis aporta un matiz adicional que suele estar ausente en la discusión sobre burbujas: no todas las adopciones de IA son iguales. Las empresas que tratan la IA como una herramienta aislada —un “add-in” para automatizar tareas marginales— difícilmente capturarán valor significativo. En esos casos, la crítica de Wharton es correcta: el P&L no mejora y la inversión parece inflada. Pero las organizaciones que integran la IA como plataforma transversal, alimentada por múltiples unidades, procesos y usuarios, comienzan a beneficiarse de los efectos de red indirectos. El aprendizaje inducido por el uso reduce costos, acelera despliegues y hace viables aplicaciones que antes eran prohibitivas.

Aquí aparece una distinción crucial: el riesgo no es que la IA no cree valor, sino que ese valor se concentre rápidamente en quienes alcanzan escala de adopción. Como ocurre con toda tecnología sujeta a rendimientos crecientes, la IA tiende a generar trayectorias divergentes. Algunas empresas quedarán atrapadas en pilotos eternos y balances decepcionantes; otras cruzarán un umbral de uso donde los beneficios comienzan a crecer de manera no lineal. Desde fuera, ambas parecen haber “invertido en IA”. Desde dentro, están en mundos completamente distintos.

Este punto conecta directamente con la dimensión macroeconómica y de política pública. En nuestro artículo argumentamos que dominar la adopción puede ser tan importante como dominar la frontera tecnológica. Países y empresas que no desarrollan modelos fundacionales pueden, sin embargo, capturar valor atrayendo centros de IA aplicada, servicios de adaptación, prompt engineering y soporte sectorial. Estas actividades generan capital humano, aprendizaje colectivo y reputación tecnológica, reforzando el efecto de red desde la periferia del sistema global. Evaluar estas estrategias con métricas tradicionales de ROI de corto plazo conduce, nuevamente, a conclusiones erróneas.

Wharton acierta al advertir contra el entusiasmo acrítico. No toda inversión en IA es inteligente, ni todo gasto se transformará mágicamente en productividad. Pero la lectura de “burbuja” pierde fuerza cuando se incorpora un marco dinámico. Las burbujas clásicas —tulipanes, dot-coms— se caracterizaron por precios desvinculados de cualquier mecanismo real de creación de valor. En el caso de la IA, los mecanismos existen y son observables: aprendizaje por uso, reducción de costos marginales, estandarización tecnológica y complementariedades de ecosistema. El problema no es su inexistencia, sino su mala medición.

En términos de P&L, esto tiene una implicación incómoda pero necesaria: la creación de valor de la IA no debe evaluarse únicamente a nivel de proyecto, sino a nivel de sistema. Una empresa puede no ver mejoras inmediatas en una línea específica, pero sí estar construyendo una base de aprendizaje que abarata futuras aplicaciones, reduce dependencia de proveedores externos y acelera la innovación interna. Desde el punto de vista contable, eso luce como gasto. Desde el punto de vista económico, es inversión en una plataforma con rendimientos crecientes.

La conclusión no es complaciente, sino exigente. La IA no garantiza valor; exige estrategia. Exige masa crítica de usuarios, integración real en procesos y paciencia para permitir que los efectos de red indirectos operen. Las empresas que no entiendan esto probablemente alimentarán, con razón, la narrativa de burbuja. Las que sí lo entiendan —y actúen en consecuencia— descubrirán que el verdadero riesgo no era invertir demasiado en IA, sino invertir sin comprender cómo y cuándo crea valor.

Sandro Zolezzi

Chileno-Costarricense. Ingeniero Civil-Industrial con énfasis en optimización de recursos de la Universidad de Chile, con una Maestría en Administración de Negocios con énfasis en economía y finanzas del INCAE Business School de Costa Rica.

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